viernes, 15 de marzo de 2013

EL DESTINO DE SANTIDAD



     Pablo es apóstol por voluntad de Dios y se dirige a los santos y fieles en Cristo Jesús. POR ESO LES ENVÍA (no simplemente les desea) la gracia y la paz de parte de Dios y del Señor Jesucristo. Luego comienza el himno:
Bendito sea el Padre de nuestro Señor Jesucristo por habernos bendecido con toda bendición espiritual en los cielos en Cristo, porque nos eligió en Él antes del principio del cosmos.
Su bendición consiste en ser elegidos para ser santos e inmaculados ante su faz, habiéndonos visto previamente en el amor en orden a  la adopción por medio de Jesucristo que nos lleva al Padre de acuerdo a la buena voluntad de su querer que nos destina a la alabanza de la gloria de su gracia con la cual nos agració a nosotros en el amado. El amado es aquel que nos redimió por su sangre quitándonos los pecados por la riqueza de su gracia, que sobreabundó para nosotros en toda sabiduría e inteligencia haciéndonos conocer el misterio de su voluntad según su beneplácito que previamente puso en él en la economía de la plenitud de los tiempos para recapitular todo en Cristo, lo que está en la tierra y en el cielo: en él en el cual hemos sido elegidos como predestinados de acuerdo al propósito del que realiza todo de acuerdo al querer o consejo de su voluntad para que nosotros seamos la alabanza de su gloria, los que antes esperamos en Cristo, en el cual también vosotros, los que escucháis la palabra de la verdad, el evangelio de vuestra salvación en el cual, creyendo, también fuisteis sellados por el espíritu santo de la promesa en quien está la prenda de nuestra herencia para la redención de lo que adquirió para la alabanza de su gloria.

Comentario. Somos suyos para la alabanza de su gloria ¿Entonces nos enajenamos, somos hechos para alabarlo, hay un egocentrismo en quien nos crea y nos hace para Él? Antes se había añadido: “…de su gracia con la cual nos agració a nosotros EN EL AMADO”. La gracia es copia de su gloria. Él la comparte con nosotros de tal manera que somos hechos, configurados en ella para ser hombres nuevos, para nacer de nuevo en ella en calidad de hijos legítimos, de herederos de su gloria. Y lo hace de una manera prodigiosa: “en el amado”. El Padre lo hace objeto de su predilección, es el “amado”. Ama al Hijo y nos engendra en El antes del origen del mundo. Así también y por eso mismo nos redime en ÉL con su sangre y así nos hace suyos de la manera más íntima. Por lo tanto cuando lo alabamos no alcanza únicamente nuestra alabanza a tal prodigio de humildad: su pasión y su ingreso en el sacramento de los sacramentos. Porque alabamos  y realizamos así nuestra esencia (aquello para lo que existimos desde el origen) y estamos alabando su obra en nosotros, en cada uno, nuestra persona, que será así “hacia Él” (ad Deum) pero que se revela en la venida de El a nosotros en “el amado”. La alabanza de su gloria se fenomeniza en nosotros, alabando nos potenciamos nosotros mismos naciendo en el amado como sus hijos, o personas en la cercanía trinitaria que es dinámica. Nuestro existir es un alabar que nos potencia.
Esta bendición originaria ya en la promesa hecha al hombre obediente, Abraham, la cumple la tercera persona, el amor con que se ama, el Espíritu Santo, “la prenda de nuestra herencia”: en El fuimos sellados o consagrados a esta filiación graciosa por la cual somos otros hijos en el “amado” Jesucristo, quien en primer lugar nos quita todo impedimento para ello, es el cordero, y finalmente recapitula todo en sí: es el verdadero centro, quien se descentró completamente como Dios haciéndose hombre, esclavo y eucaristía. Significa así (muestra así) en el signo de su humanidad lo invisible del ser de Dios: AGÁPE.
Este es el poder de quien todo lo realiza de acuerdo al consejo de su voluntad. Este poder consiste en darle todo al amado y por su medio a los amados partícipes en su gloria por medio de una redención prodigiosa: la del primero que se hizo último y así es primero, el amado. Esto no es como a muchos le parece “antropología”, donde los hombres le tapan la boca a Dios y se ponen como centro y donde por más que dejen las palabras de la escritura éstas suenan sin caja de resonancia (rompen la guitarra que es la Iglesia) y dispersas en el aire donde se pierden sus sonidos, tomados uno por aquí y otro por allí como hicieron las herejías.
Este misterio de su voluntad se manifestó como la “buena gloria”, un beneplácito, de tal índole que implica la EKENOSIS, no la concesión de algo, de favores de un rey, sino de la desposesión de su condición, la entrega de su prerrogativa divina para hacerse a través del hombre y aún menos que hombre: alimento. Así el Cristo recapitula todo: del pan y del vino hace su cuerpo y su sangre: de la materia un viático hacia lo único que quedará, el amor como AGÁPE. Ya desde ahora en la plenitud de los tiempos, bautizados en su muerte, somos sellados con el Espíritu de la promesa para que se cumpla en el tiempo el designio eterno con el que fuimos bendecidos en los cielos en Cristo antes del big bang: ser santos ante su faz.
Ese día de la eternidad late en nuestros días pequeños y efímeros. El Espíritu es el arrabón de ese día que ya está en nosotros y por eso en los días pasajeros no queremos dejar pasar la alabanza que nos hace ex- sistir: para ello hemos sido hechos, para la alabanza de su gloria. Lo demás es cuestión de detalle. Primero nuestra esencia desde el fundamento y luego las cosas. Primero la persona que es eterna y luego las cosas cuyo esquema pasa. En el mundo es al revés: Dios es algo agregado al final.

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